I N V I E R N O
LA ÚLTIMA VEZ
La primera palabra de la Odisea es “andra”, que en el texto original griego significa “hombre”, y en la Iliada, es “menin”, que significa “cólera”. Entre una y otra acepción se ha desarrollado el mundo, el mortal y el de los dioses, así como algunas otras aventuras que nacieron cuando un siglo moría. Y fue en ese lecho de la moribunda centena donde el mito de Teseo volvía a resurgir. En 1997, armado con un manual de programación básica en html y una madeja de hilo, aquel reemprendía el camino mientras Ariadna, al fondo de la cueva, mantenía viva la perspectiva ante el anhelado rescate.
Sin embargo, lo más gratificante del mito en que se convirtió esa aventura fue el del camino mismo. Así, como le ocurrió al héroe, nos fuimos demorando en muchos rincones y tuvimos la oportunidad de conocer a aquellos que escriben poemas en el autobús al volver del trabajo, a los que se demoran en las páginas de alguna novela mientras roban al sueño los trozos de la noche, también regresamos a la disciplina barométrica de los ensayos, a las reseñas que luchan contra el olvido y la luna, y a transitar por el laberinto como quien pasea por un jardín con un jeroglífico bajo el brazo.
Entonces a la entrada de la cueva, por primera vez, se oyeron los compases de una melodía de Brian Eno. De esta manera, casi sin darnos cuenta, estábamos bajo la gran cúpula de la que cuelgan pantallas, como de Nôtre Dame colgaron una alguna vez lámparas votivas. Estábamos en mitad de una terminal de aeropuerto. Al fondo los mostradores del check-in se veían abarrotados y por los altavoces se repetía el mismo mensaje informando sobre el gran retraso, la anulación, la parada irremediable. Una música que lo ocupaba todo se hizo cargo ahora del sosiego, de la suspensión temporal del ajetreo pero la amenazaban días de vértigo y no tuvo más remedio que sufrir los golpes y dardos que el conflicto impone también al hombre digno. Es la guerra. La imagen de la guerra es la de una torre que representa precisamente a una torre. Fortificada con los desechos de los vivos, desde el matacán de los arqueros pudimos apreciar bien los fosos. Vimos a hombres con zancos que trataban de cruzar mientras los pintores daban brochazos al aire, justo a la entrada de la puerta. Cebralia era entonces una ciudad blanca e intermitente, un nuevo punto de salida tras otra parada en los pasadizos de la cueva. Allí, desde un orifico oculto en el techo, pudimos adivinar la soledad del cosmonauta. Cada 90 minutos, en en esa soledad ingrávida y metálica, podía contemplar la inmensidad amarilla del desierto del Sáhara como si fuera una condena inacabable, el castigo de no recorrer las tuberías y canalones por donde suelen jugar las ninfas y las náyades en la ciudad de Armilla.
Y por fin, la última palabra de la Odisea es “méntor” que en el original griego Μέντωρ significa “maestro y guía”, y la nuestra, después de esta travesía de un cuarto de siglo, es la misma que Cicerón emplea cuando se dirige al ágora afirmando: “gratiam agnoscimus”, que quiere decir: «reconocemos el agrade-cimiento».
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